Un saco de huesos by Stephen King

Un saco de huesos by Stephen King

autor:Stephen King [King, Stephen]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 1998-01-01T05:00:00+00:00


CAPITULo

17

Devore estaba loco, desde luego, como una regadera, y no podría haberme cogido en un momento peor, pues yo me sentía más débil y asustado que nunca. Creo que a partir de ese momento todo sucedió siguiendo un orden divino. Desde ese momento hasta la terrible tormenta de la que todavía se habla en esta parte del mundo, los hechos se precipitaron como una avalancha.

Me sentí bien durante el resto de la tarde del viernes —mi conversación con Bonnie había dejado muchas preguntas sin respuesta, pero de todos modos me había producido el efecto de un estimulante—. Me preparé unas verduras salteadas —para redimirme de mi último atracón de grasas en el Village Cafe— y las comí mientras veía las noticias de la tarde. Al otro lado del lago, el sol descendía hacia las montañas e inundaba el salón con sus reflejos dorados. Cuando Tom Brokaw se despidió de los espectadores, decidí dar un paseo por la Calle, en dirección norte. Llegaría lo más lejos posible, aunque asegurándome que regresaría a casa antes de que anocheciera, y en el camino pensaría en las cosas que me habían dicho Bill Dean y Bonnie Amudson. Pensaría como solía hacerlo cuando me encontraba con un obstáculo en el argumento de alguna de mis novelas.

Bajé la escalinata de traviesas, todavía sintiéndome bien (confundido, pero bien), torcí por la Calle e hice una pausa para mirar a la Dama Verde. Aunque el sol del ocaso caía directamente sobre ella, era difícil verla como lo que era: un abedul y un pino marchito detrás, este último con una rama extendida como un brazo que señala algo. Era como si la Dama Verde me dijera: «Ve al norte, joven, ve al norte». Bueno, yo no era muy joven que digamos, pero podía ir hacia el norte. Al menos durante un rato.

Sin embargo, me demoré un momento, estudié con inquietud la cara que veía entre los arbustos y no me gustó nada la forma en que la brisa hacía sonreír con malicia a la parte que parecía una boca. Quizá comenzara a sentirme mal entonces, pero estaba demasiado abstraído para notarlo. Eché a andar hacia el norte, preguntándome qué había escrito Jo, ya que a esas alturas comenzaba a creer que, en efecto, había escrito algo. ¿Por qué, si no, había encontrado mi vieja máquina de escribir en su estudio? Decidí que registraría esa habitación, que la registraría a conciencia y… «Socorro, me ahogo».

La voz procedía del bosque, del agua, de mí mismo. Me asaltó una súbita oleada de vértigo, que levantó y esparció mis pensamientos como hace el viento con las hojas secas. Me detuve. No me había sentido tan mal, tan marchito, en toda mi vida. Sentía una opresión en el pecho. Mi estómago se cerró como una flor en una helada. Los ojos se me llenaron de un agua fría que no se parecía en nada a las lágrimas, e intuí lo que iba a pasar a continuación. «No», quise decir, pero la palabra se negó a salir de mis labios.



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